Concluidos cada día sus faenas y trajines, hombres y mujeres se retiran entre penumbras e ingresan a un  ámbito oculto que, tras de ellos, sella sus puertas. Nadie nombra demasiado al lugar del lecho - nadie lo exhibe, al menos - aunque transcurra allí trecho tan largo de su vida entera y aunque en su detrás se encuentre el vestíbulo callado que conduce al sueño. Es que, al acceder a ese recinto, sus moradores se desvisten de disfraces y de máscaras y ensayan allí el silencio y la sombra. Es que en la intimidad de ese espacio cerrado se consuman la soledad más intensa y el encuentro más profundo. Es que entre sábanas se entregan los cuerpos al recuerdo y al desvarío; a la tregua del sosiego o al temor del olvido.
Ricardo Migliorisi decide seguir a los seres anónimos que se dirigen al lecho. Los espía mientras duermen y aman, se interna en sus sueños, en ese mundo remoto que se abre cuando la conciencia capitula. Allí levanta una escena. Y descubre las otras máscaras y disfraces que utilizan los actores más allá del umbral de la vigilia. Y exhibe sobre el cubrecama los cientos de falos que durante siglos han dejado como ex-votos piadosos galanes o cosechado Dulcineas voraces. Y muestra los peces que arrastra el flujo de la memoria dormida; el cauce luminoso de los ríos nocturnos; las manchas indelebles de la culpa, de los miedos anteriores a sus propios nombres. 
Por eso, en ese escenario que está  del otro lado, los personajes se transforman según los papeles extraños que exige el guión de la noche: esta gitana dormida tiene la forma obscena de un posible sueño suyo; aquellas mujeres abandonadas yacen al lado de caimanes y esturiones, bestias fugadas de sus pesadillas o encubridoras de sus soledades. Y, por eso, la misma escena se convierte en un paraje ambiguo: es el tálamo donde retozan los amantes, la cámara donde la viuda recuerda sus contentos o padece el mártir sus pesares, la cama donde el enfermo delira o se desvela el poeta.
En los confines de ese dominio que no tiene lindes, el soñador se despierta en algún otro sueño. Y desde allí observa el lecho otra vez sumergido en corrientes claras, atravesado por saetas doradas, ocupado por lagartos y mandolinas, sembrado de sexos, de peces velludos, de cuerpos desconocidos. Y entonces advierte que la escena no tiene umbrales ni salidas, que el revés de la vigilia ajena carece de accesos y que ha deambulado por sus propios terrenos. Que se ha extraviado, quizá, en el crepúsculo de alguna soñera, enredado en sábanas y en lienzos, tanteando el vestíbulo sellado ubicado en el fondo del lecho.
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