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NADA, NADA CAMBIA
Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia (Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera)


Alejandro Matos

UNO
La idea de un gobierno constitucional no significa otra cosa, nos dice Hannah Arendt, que la realidad de un gobierno limitado por el Derecho que, además, tiene el deber de velar por los derechos individuales de las personas. Por lo tanto, la idea de gobierno constitucional no debe identificarse sin más con la idea de un gobierno democrático o republicano. Un buen rey puede, perfectamente, instaurar un gobierno constitucional entre sus súbditos, pues para ello no precisa que éstos sean ciudadanos.

En este caso, por ejemplo, el rey promulgaría una constitución política que evitase el enfrentamiento social, pero no que implantase la libertad política. Las libertades individuales no son sino una limitación ante el poder estatal, una defensa contra los abusos del poder. Es decir, los derechos civiles tienen un sentido negativo ya que son una liberación de las intromisiones ilegítimas del poder estatal, pero los derechos civiles no pueden constituir por sí solos la libertad política.. La razón de ello es que las libertades individuales representan la defensa del individuo contra el poder del Estado, pero no significan necesariamente la participación de los individuos en el poder del Estado.

DOS
Arthur Young decía en el lejano 1792, refiriéndose a los franceses, que éstos usaban la palabra "constitución" como "si la constitución fuese un pastel cocinado según una receta". No toda constitución es una constitución republicana. Es decir, no todas las constituciones son sinónimo de "constitución política de la libertad". Limitar los poderes de un gobierno, que es lo que hace toda constitución, no es garantía de libertad.

Cuando una revolución fracasa y se queda a medio camino (lo cual ocurre las más de las veces), venciendo al poder establecido pero no estableciéndose como poder de libertad, lo más normal es que no solo limite el poder del gobierno sino que también limite el poder de participación de los ciudadanos. Ciertamente las revoluciones suelen acabar con poderes despóticos, pero no suelen permitir que los hombres y las mujeres se conviertan en ciudadanos.

En un gobierno constitucional la población tiene el derecho de pedir al gobierno que respete sus derechos individuales y éste el deber de hacerlos cumplir, pero eso no significa que las personas sean ciudadanas. No es lo mismo una persona a la que se le reconocen derechos, que una persona a la que se le reconoce como ciudadana. La diferencia básica estriba en que mientras a la primera el poder estatal le reconoce el derecho a pedir derechos, la segunda se da a si misma el derecho y el deber de participar y de constituirse en poder. Sólo en este caso la constitución deja de ser una mera receta de cocina y es posible que la constitución política de la libertad adquiera cuerpo real.

TRES
Una de las grandes fallas de los sistemas políticos que pretenden la libertad y no la consiguen es el sistema representativo. Una revuelta puede cambiar la cabeza del poder, pero solo una revolución tiene la capacidad de cambiar las ramificaciones del poder. Entre otras muchas, esta es una de las causas por las cuales nuestras revoluciones suelen quedarse en meras revueltas.

Si consideramos la distinción entre la constitución que un gobierno da a sus pobladores y la constitución de un gobierno por parte de los ciudadanos, quizá algunas confusiones se nos aclaren. En el segundo de los casos es posible la constitución política de la libertad, ya que son los ciudadanos los que se dan a sí mismos, mediante la participación, una forma de gobierno. En el primero de los casos, que evidentemente es el nuestro, una gran parte de los miembros que participaron en la dictadura y las instituciones que la sustentaban (ANR y Fuerzas Armadas), han sido los que, una vez expulsado el dictador, dieron una nueva constitución al pueblo. Y esto fue así porque la cabeza no fue cortada por la libre voluntad y partición de la población, sino por el espíritu traidor de las ramificaciones del poder.

Quizá esta imagen nos sirva: unos brazos que de repente atrapan su propio cuello hasta asfixiarlo y unas piernas que patean contra su propia cabeza hasta arrancarla y, sin embargo, los brazos siguen gobernando y los pies caminando sobre estancias cada vez más amplias. Ilógico pero real. Thomas Paine definió con claridad el requisito fundamental para que la constitución funja como constitución política de la libertad: "Una constitución no es el acto de un gobierno, sino de un pueblo que constituye un gobierno". Evidentemente, eso no ha pasado en nuestros pagos, pues los miembros e instituciones del anterior poder dictatorial no han dejado de ser poder en estos últimos doce años. En el fondo nada, nada ha cambiado.

CUATRO
Un cambio de mentalidad no se da de un día para otro. La población estaba acostumbrada a callar, uno de los modos más comunes de sometimiento. Ahora está malacostumbrada a solo pedir, que es otra forma de sometimiento. Un cambio solo se dará cuando las personas se acostumbren a decidir, que es lo contrario de la sumisión. En esas condiciones sería posible un cambio de mentalidad. Sólo entonces, sería posible que la población se de a sí misma un gobierno que impida que los del gobierno le sigan imponiendo nuevas constituciones, nuevas leyes para seguir manteniendo el mismo sistema político y social de sometimiento.

En Paraguay, aunque no somos los únicos, padecemos la enfermedad del infantilismo político y a ella nos hemos acostumbrado. Esta enfermedad se refleja en la costumbre de obedecer y pedir, y en la incapacidad generalizada para decidir y participar. Quizá los efectos más evidentes de nuestro infantilismo político sean tres costumbres socialmente imperantes.

Por un lado, la irracional costumbre de entregar a un solo hombre un poder ilimitado. Esto abarca todos los ámbitos sociales, desde la familia al gobierno, pasando por la comunidad parroquial y el club de fútbol. Esto no es algo solo de la época de Francia, ni una práctica de la era stronissta, sino que sigue ocurriendo hoy en jóvenes que apenas tomaban el tetero cuando el dictador ya estaba en Brasilia. Lo cual muestra que nuestras formas políticas, por culturales, son cuasigenéticas. En este caso el infantilismo político se muestra como malformación moral.

Por otro lado está la no menos irracional costumbre de permitir que una parte de la sociedad (ANR y Fuerzas Armadas) se haga con el control absoluto del conjunto social. Esta costumbre refleja de un modo claro cómo se genera poder en nuestro tejido social: jamás se ha pensado en fortalecer el poder a base de extenderlo sobre la red social y compartirlo con los diversos grupos, sino que el poder siempre ha funcionado por exclusión de la mayoría de los grupos sociales a favor de unos pocos grupos o instituciones. En este punto el infantilismo político se muestra como autismo social.

Una tercera costumbre es esa mezcla de pasividad e indiferencia que se manifiesta tanto en la corrupción como en la impunidad ante el delito. Sin embargo, esta costumbre es consecuente con la irracionalidad. Cuando un individuo permite entregar todo el poder político a un hombre y a su grupo, ese mismo individuo está aceptando no sólo que unos pocos se aprovechen de la sociedad a su antojo e interés, sino que está aceptando también que lo hagan a su costa y perjuicio personal. La pasividad es el fondo de la enfermedad, pues entonces el infantilismo político se ha convertido en desnutrición espiritual.

CINCO
Al final de estas líneas quizá sea conveniente recordar algo que hasta el más común de los sentidos nos informa. Si la libertad no se instaura como Derecho positivo, la soberanía se vuelve despotismo. Si la libertad no se hace costumbre y relaciones sociales, la moral social seguirá reclamando autoritarismos. La liberación de la dictadura sin la constitución política de la libertad, no deja de ser despotismo. La libertad política no es equiparable a la liberación de un déspota. La libertad no puede ser instaurada si no es mediante una constitución promulgada por hombres que se dan a sí mismos un gobierno. La libertad política no es un hecho natural. Es necesario fundarla, conservarla y extenderla. Sólo hombres libres y grupos sociales dispuestos a extender y compartir el poder en la sociedad, podrán llevar a cabo semejante tarea que consiste, fundamentalmente, no en derrocar a un tirano (cosa, por otra parte, nada complicada), sino en instaurar un nuevo sistema político y social. Mientras tanto, que siga el circo de la palabrería mientras permanecemos en una variante moderna de la Colonia.


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