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La Necesaria Ciudadanía

Si ese régimen que creamos a tan alto costo no garantiza hasta ahora una administración pública transparente, honesta y eficiente, es porque también nosotros, que estamos fuera del Estado, hicimos la tarea a medias y la hicimos mal. Porque no supimos pasar de la condición de meros electores o contribuyentes, a la de ciudadanos.

Milda Rivarola


Aquello que forma parte de la sociedad civil y no es estado, ni economía, pero tiene vinculaciones con ambos espacios es ciudadanía. Implica la diferencia y la pluralidad, posee derechos y responsabilidades al formar parte de un espacio nacional reglado jurídicamente. La ciudadanía es la que -en su carácter de creadora y criatura- sustenta y da sentido al orden democrático. Y por extensión, la que en su ausencia o fragilidad permite todos los despotismos y desgobiernos.
Las críticas al desgobierno eran insistentes a principios de siglo, cuando un reflexivo Eligio Ayala aceptaba que el Paraguay era “incapaz de gobernarse bien”, rechazando de plano que fuese “incapaz de gobernarse”. Luego de un despiadado análisis de las prácticas partidarias, proponía alternativas: si cambiasen las mentalidades y actitudes de los ciudadanos respecto al Estado, éste se reformaría. Cuando una gran cantidad de “gente acepta que se puede vivir mejor fuera de un puesto público” y “que la ilustración y la probidad valen más que las estériles celebridades oficiales”, entonces y sólo entonces, “la política se regenerará por sí misma”.
El término ciudadanía no estaba aún en boga, pero el futuro estadista apuntaba precisamente a ella: las instituciones públicas, los dirigentes partidarios ni las reformas electorales no instauran por sí solas la democracia o el buen gobierno. Únicamente el conjunto organizado de la gente que vota y paga sus impuestos, consciente de sus derechos y obligaciones, puede reformar la política.
El tan mal usado aforismo de “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, podría ser reformulado como “los pueblos sin mentalidad ni prácticas ciudadanas sufren inevitablemente un mal gobierno”. Sólo si logra formarse una ciudadanía activa, diferente al Estado, éste puede civilizarse. El súbdito se somete  al arbitrio de los reyes y las masas informes se doblegan ante los caprichos de algún tirano. Pero las sociedades democráticas son aquellas integradas por una ciudadanía activa y responsable, que ejerce y defiende sus derechos sociales, económicos y políticos.
El desgobierno no es sólo culpa de malos gobernantes o de políticos irresponsables. Es también, por omisión, obra de un pueblo desorganizado que se limita a delegar su soberanía a través del voto y a pagar los impuestos -con mayor o menor convicción- sin cumplir sus deberes con la comunidad ni exigir en contrapartida sus derechos al Estado. Porque delega y espera demasiado de sus gobiernos, también soporta todos los desmanes del poder.
Los paraguayos venimos quejándonos del mal gobierno desde tiempos inmemoriales. Desde nuestra misma independencia, e incluso antes. Por exceso o por carencia, por demasiado o por insuficiente. Por dictatorial o débil, por incuria o venalidad. Conocemos la forma más primitiva de asociación política: la que junta mesnadas a caudillos o somete siervos a los señores, la que reúne clientela en torno a patrones y la que disciplina soldados respecto a sus jefes. Y así seguimos de un desgobierno a otro. Con algunas honrosas excepciones, que no duraron lo suficiente como para dejar buena memoria.
Con la transición se multiplicó otra forma de agremiación ya más civilizada: la de empresarios en torno a uniones y federaciones, obreros en sus centrales y sindicatos, la de campesinos en sus mesas o frentes, la de amas de casa, sin techos, ambientalistas, estudiantes u objetores de conciencia o mujeres en sus respectivas asociaciones. Pelean por sus reivindicaciones gremiales y de clase, por obtener derechos de género, por aliviar su pobreza o dar fin a su marginación.
Esas organizaciones son necesarias, sus luchas tienen carácter legítimo. Pero la sumatoria de ellas no constituye cimiento de una democracia, sobre todo cuando muchas de esas demandas sectoriales pueden obtenerse destruyendo al sector enemigo, por encima de la ley, e incluso gracias al decreto de un dictador. No construyen ciudadanía mientras no tengan como base el respeto al orden constitucional, y como fin último la vigencia de todos los derechos, el cumplimiento de todas las responsabilidades.
Nuestra sociedad continúa sufriendo el desgobierno porque la construcción de la ciudadanía se realiza con lentitud extrema. Entre otras cosas, eso supone un cambio de mentalidades y de actitudes extremadamente difícil. Precisamos encontrar un denominador común que nos una, en nuestra condición de paraguayos libres y democráticos, más allá del mero nacionalismo o la bandera. 
Exige que grupos sociales, hombres y mujeres de condiciones, historias e intereses extremadamente diversos puedan encontrarse en igualdad, consensuar reivindicaciones comunes, pelear colectivamente por algunos derechos para todos. La historia tampoco nos ayuda: el medio siglo de dictadura nos enseñó a oprimir o someternos, y la década de transición, a combatirnos con furor entre clases o banderías partidarias opuestas.
Luego de haber sancionado constituciones y leyes nuevas, creado multitud de instituciones políticas inéditas, establecido elecciones competitivas periódicas, después de vivir sucesivos cambios gubernamentales, nos encontramos denostando con furia contra una democracia de baja calidad.
Existió marzo, y esa trágica semana sembró esperanzas de una sociedad civil despierta, vigilante, guardiana y portadora del futuro. Pero marzo fue traicionado mil y una veces, y alguien pensó que nuestro destino de paraguayos parecía repetir el de la trágica epopeya. Una cosa es frenar con la sangre la barbarie, otra muy diversa es cimentar con el sudor cotidiano una convivencia civilizada.
Si ese régimen que creamos a tan alto costo no garantiza hasta ahora una administración pública transparente, honesta y eficiente, es porque también nosotros, que estamos fuera del Estado, hicimos la tarea a medias y la hicimos mal. Porque no supimos pasar de la condición de meros electores o contribuyentes, a la de ciudadanos. Esa tarea es la más urgente, si queremos dar vida, y vida en abundancia, a un Paraguay definitivamente libre de dictaduras o desgobiernos.

El tan mal usado aforismo de “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, podría ser reformulado como “los pueblos sin mentalidad ni prácticas ciudadanas sufren inevitablemente un mal gobierno”. 

El desgobierno no es sólo culpa de malos gobernantes o de políticos irresponsables. Es también, por omisión, obra de un pueblo desorganizado que se limita a delegar su soberanía sin cumplir sus deberes con la comunidad ni exigir en contrapartida sus derechos al Estado.

Existió marzo, y esa trágica semana sembró esperanzas de una sociedad civil despierta, vigilante, guardiana y portadora del futuro. Pero marzo fue traicionado mil y una veces.
 
 
 
 
 

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