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...IGLESIA Y POLITICA: TANTEOS, BUSQUEDAS Y NUEVOS DESAFIOS

La actividad política de los cristianos es un tema de actualidad. En la Iglesia latinoamericana ha existido y existe todavía una conciencia más o menos fuerte de la oportunidad y de la necesidad del compromiso político. Algo de esto es también constatable en el Paraguay donde no pocos cristianos -laicos, sacerdotes, religiosos, obispos, etc- se toman muy en serio esta realidad. Por otro lado, en nuestro caso también tropezamos con el hecho escandaloso de ser, al mismo tiempo, un país todavía mayoritariamente católico y, a la par, uno de los más corruptos del mundo. ¿Qué nos dice esta dolorosa realidad sobre nuestra identidad y misión evangelizadora?.

 Oscar L. Martín sj


Quiero proponer algunas reflexiones de carácter general en torno a la responsabilidad política del cristianismo; ahondar en algunos aspectos acerca de por dónde podría encaminarse un aporte específico nuestro, entre otros también necesarios. Lo que señalo como propuesta es que la encarnación de la fe a la manera de Jesús nos exige como Iglesia vivir en comunidades cristianas, no solamente capaces de situarse y actuar en el ámbito social, político, económico, etc., sino también forjadoras de espacios nuevos de libertad en donde lo definitivo se viva de hecho, aunque sea de modo germinal, como brote pequeño, imperceptible para las mayorías.

No es de mi interés indagar cuán lejos o cerca estamos como Iglesia de esta vivencia. Sí llamar la atención acerca de que, como cristianos, tenemos un llamado a contemplar y vivir la novedad que Dios ha sembrado, a acogerla y comprometernos con ella para compartirla con todos los hombres. Esto, que es don y tarea, es propio de comunidades ‘esforzadas’, abiertas a dejarse conducir, sin adelantarse al Espíritu. Comunidades que, por tanto, se saben necesaria y gozosamente amigas de la cruz del Señor y de la Vida abundante que brota de ella.

1. Fe y encarnación: algunos rasgos del caminar en nuestro siglo

Desde la perspectiva cristiana, uno de los grandes dinamismos que atraviesa nuestro siglo XX es la profunda captación de la importancia de la dimensión encarnatoria de la fe. Ya desde los años veinte la teología europea y diversos grupos (como el Movimiento Protestante, el denominado “Socialismo Religioso”, los “Cristianos por el Socialismo”, etc), van tomando una incipiente conciencia de que la fe se vive en la realidad temporal. Una fe que no toma en cuenta los desafíos sociales y políticos, es una fe que está fuera del mundo. Los “movimientos especializados de pastoral”, como la JOC, la HOAC, la JEC, ACCION CATOLICA, vuelven a insistir en que lo propio del cristiano es vivir la encarnación.

Esta constatación progresiva de que la fe y a Dios se le descubre en medio del mundo tiene su culmen en el Vaticano II. En el Concilio la Iglesia hace un verdadero esfuerzo por dejar de preocuparse de sí misma para retomar el interés y el diálogo con la sociedad. Al descubrirse como “sacramento” para el mundo se dice a sí misma que su naturaleza y su misión es el servicio a todos los hombres. Reconoce con dolor que la separación entre la fe y la vida ha sido uno de los más graves errores cometidos por los cristianos en nuestra época. 

No duda en señalar que “el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta... a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación”  (Const. Gaudium et Spes n. 43).  Se subraya que los miembros de la Iglesia están llamados a evangelizar la totalidad de la existencia humana, incluida la dimensión política. 

El Concilio fue claro en señalar que la fe no se identifica con una política concreta, que no es posible legitimar una postura partidista con el Evangelio; que no se puede apoyar a una agrupación política que justifique cualquier tipo de violencia para lograr sus objetivos. Del Evangelio surge una inspiración no traducible a un proyecto político. Esto significa, dicho con otras palabras, que no hay fórmulas fijas que definan de una vez para siempre el modo correcto que los cristianos tenemos para relacionarnos con los acontecimientos socio-políticos sin manipular el misterio de forma partidista. De lo señalado se desprende la necesidad de un discernimiento constante por parte de los cristianos en este campo.

Para América Latina, las Conferencias de Medellín y Puebla significaron la concreción pastoral del Vaticano II a nuestro medio. Lo que en el fondo animó las reuniones episcopales en el esfuerzo de aplicar el Concilio a nuestra realidad golpeada por la miseria y la injusticia, fue la pregunta acerca de cómo ser cristiano en un mundo de empobrecidos; cómo hacer que la fe cristiana sea fermento de promoción y liberación humana en nuestro Continente. De esta misma cuestión fundamental nace y se nutre, como de su fuente, la teología de la liberación. 

Tanto las dos Conferencias como el desarrollo de la teología de la liberación han ahondado muchísimo el papel de la Iglesia en general, y de los cristianos en particular, en su compromiso socio-político para la encarnación de su fe. La bibliografía que desarrolla y explicita esta temática es, en general, extraordinariamente abundante y suficientemente conocida . 

En este esfuerzo se ha tratado de distinguir las dos funciones que tiene la Iglesia y los cristianos a la hora de plantear la dimensión pública de nuestra fe: por una parte, la tarea de proclamar la salvación de Dios en Jesucristo como Buena Noticia para la humanidad; y, por la otra, el que esto no se quede en teoría, sino que llegue a ser aceptación efectiva del Reinado de Dios en la vida personal y colectiva, sin inhibirnos de los grandes problemas humanos. En el fondo, la cuestión clave que se nos plantea es cómo enfrentarlos, cómo hablar y, sobre todo, actuar en ellos, especialmente como Pueblo de Dios en marcha que somos.

Es probable que el énfasis -por supuesto muy importante- en la función explícitamente sociopolítica por mejorar nuestro mundo, en ocasiones nos haya hecho perder de vista otra realidad fundamental a la que estamos convocados los cristianos: la de ser –de hecho- semilla de sociedad alternativa. Lo que quiero señalar significa, fundamentalmente, dos cosas: 1) que, como Pueblo de Dios que somos, estamos llamados a ir más allá de ser meros reformadores de la sociedad. Debemos apuntar a mostrar en la praxis cotidiana gérmenes de vida y organización social nuevos, diferentes a los de  nuestro medio; 2) aunque viviendo a fondo el presente, somos también peregrinos en la historia, en los lugares y circunstancias  donde nos toca transitar. Somos, al tiempo que debemos ser, comunidad abierta al mundo, radicalmente comprometidos con él y, al mismo tiempo, con toda nuestra confianza puesta en la Promesa. Y esto como fruto de la regencia explícita del Padre en nuestra vida. 

Para ahondar en estos puntos es donde creo que volver la mirada a Jesús, a su encarnación y su modo de hacer presente el Reino, nos puede dar pistas para renovar la nuestra. 

2. Fe bíblica, política y Reino de Dios

Una aclaración necesaria en este momento es señalar la profunda ambigüedad social de la religión, de la cual también la fe bíblica participa. La fe bíblica, al tener como esencial a un Dios que se manifiesta en la historia, tiene tendencia a identificar la voluntad divina con proyectos humanos. 

La metáfora del Reino de Dios ha sido la expresión más fundamental para señalar, ya desde el Antiguo Testamento, el interés y el compromiso de Dios con la historia de los hombres. No es necesario en este momento hacer un recorrido bíblico de los usos de este término y de cómo se ha entendido en las distintas etapas del pueblo de Israel hasta la actualidad. Pero sí conviene señalar que la expresión ‘Reino de Dios’ ha sido tanto un principio dinámico y crítico, inspirador de sueños y luchas de liberación, como un gran legitimador de proyectos sociales de la más variada índole (teocráticos, dictatoriales, fascistas, socialistas, etc). Se ha dado de esta manera porque, como señala Rafael Aguirre , las instituciones y las doctrinas que brotan de ciertas experiencias de Dios en la historia suelen caer en la tentación de buscar con más fuerza la autolegitimación que la apertura a la trascendencia. Vemos a continuación cómo se lo plantea Jesús.

3. Jesús y el Reino de Dios

En tiempos de Jesús, los judíos en general entendían el Reino de Dios como un cambio en la historia de Israel. Este cambio, que debía efectuarse por medio del gobierno del Mesías (del Enviado de Dios), traería consigo la expulsión de los invasores romanos y la época de prosperidad y de triunfo para Israel.

Jesús plantea las cosas de manera muy diferente. Distingue dos épocas en el reinado de Dios: una época histórica, que se realiza en el presente y una final, en el que el triunfo de Dios será completo. El viene para empezar la primera época, pero no a la manera como esperaba el pueblo: Jesús lo que hará es poner en marcha un movimiento que será principio del reinado de Dios en el mundo.

Esta iniciativa, aunque es divina, va a exigir la activa colaboración de los hombres. Se trata del comienzo de una sociedad humana diferente, donde las personas puedan llegar a ser libres y felices. Para Jesús, las claves para ello van a ser el compartir lo que se tiene en lugar de acaparar; la igualdad entre todos en vez del encumbramiento; la solidaridad en vez del dominio; la hermandad, el amor y la vida en contraposición a las relaciones de rivalidad, odio y violencia. Pero para el establecimiento de estas nuevas relaciones sociales no sólo se precisa optar por la pobreza evangélica como modo de vida: hace falta, además, renunciar a todo tipo de ambición que acapara el corazón humano y lo lleva a la injusticia .

Al proclamar su Buena Nueva del Reino, lo primero que hace Jesús es reunir en torno a sí a un grupo de hombres, casi todos pobres, pescadores del lago de Galilea, en donde ese ideal se viva. No se trata entonces de la proposición de una ideología –que tampoco tiene por qué ser necesariamente negativa- sino de una praxis vital. La adhesión a Jesús, y la incorporación a esta comunidad que se va generando, es libre y brota de la propia convicción.

En este punto, es de fundamental importancia tomar conciencia de que los cristianos somos y estamos llamados a ser esa comunidad que Jesús quiso. El Señor espera de nosotros hoy, en el Paraguay, en cada uno de los puntos de su geografía, la constitución del nuevo pueblo que él vino a reunir. El cristiano en comunidad es Jesús, de nuevo encarnado, que continúa pasando y haciendo el bien a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

4. Vivir de lo definitivo, pero con los pies puestos en la tierra

Sabemos que la salvación de Dios versa sobre todas las cosas, que acontece en todos los espacios y dimensiones de la vida. Y tiene que ser así ya que Dios espera nuestra respuesta desde las situaciones concretas que vivimos. Por tanto, nuestra existencia pasa indefectiblemente por lo político. Como señala José R. Arango , la actividad política entendida en sentido amplio como la búsqueda del bien común que se concreta en estructuras sociales y económicas solidarias, es la que posibilita la constitución de una sociedad que permita a los hombres ser más auténticamente humanos, siendo efectivamente hermanos, en condiciones de libertad e igualdad. 

Como sigue señalando el autor, para vivir este tipo de sociedad o, por lo menos encaminarnos decididamente hacia ella a través de procesos sociales, políticos y económicos que implican liberaciones sucesivas y conquistas continuas: 
para vivir establemente la libertad no basta con aceptar la comunión con Dios en la historia. Es preciso experimentar y recrear esta libertad en forma concreta y vital. Esto quiere decir, dicho de otra manera, que la acción política cristiana no está limitada a la lucha por revertir las situaciones de pobreza y de injusticia para construir un mundo mejor. Aunque esto es de gran importancia y en todo momento necesario, si nos quedamos ahí lo único que conseguimos es salir de una dependencia para caer en otra. Para los cristianos es también tarea eminentemente política la creación de un espacio público donde la libertad pueda -de hecho- ser vivida. Este es un aporte genuino de comunidades cristianas vivas, que se reconocen Pueblo de Dios en marcha . 

Es precisamente la fe viva de los cristianos evangelizados en comunidades de seguidores de Jesús la que produce este espacio de vida y de libertad en el Espíritu. Vivir este ámbito de Vida alterntativa es un aporte que se hace desde dentro mismo de los procesos sociales y codo a codo con todos los hombres y mujeres que sueñan y procuran un mundo diferente, un mundo nuevo construido, no desde arriba o desde afuera, sino como lo hace el mismo Señor: colocándose, como quien sirve, en su misma base. 

Lo señalado, si se lleva hasta sus últimas consecuencias, significa una nueva configuración y un nuevo talante eclesial: replantearnos de raíz nuestra misión evangelizadora y la identidad que brota de la misma. Tenemos que volver a descubrir que somos, al tiempo que estamos llamados a ser, la comunidad que Jesús quería; a gustar del don de la fe, no como una herencia, sino como una decisión personal que conlleva una vocación y compromiso muy precisos. 

Vivir coherentemente lo señalado significaría un giro total de nuestro quehacer pastoral. Contemplando nuestra larga historia como Pueblo de Dios subrayaré lo dicho con una imagen que dé cuenta lo que quiero expresar:  podríamos decir que así como en los tiempos apostólicos el gran desafío de la Iglesia estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en nuestro Paraguay de inicios del nuevo milenio, el reto que se nos presenta es rescatar a los que quieren ser de veras cristianos de un inmenso mar de estéril sacramentalismo. 

La influencia política de una comunidad-Iglesia como Jesús quería: fraterna, consciente y comprometida, es de importancia decisiva (como lo es también nuestra responsabilidad de constituirlas). Su mismo ser comunitario es signo vivo de una nueva sociedad que contempla y vive, comunica, al tiempo que espera, la novedad que el Señor ya ha sembrado: la regencia del Padre sobre todos sus hijos. En definitiva, y tal como señala José Roberto Arango: “si a Jesucristo lo detuvieran por la calle y le pidieran su tarjeta de identidad, sacaría de su bolsillo una comunidad cristiana solidaria, fraterna, viviendo en condiciones de igualdad, siendo fermento de toda la sociedad y gritando con su testimonio: ‘El Reino de Dios está entre nosotros” .

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