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...Y al final,
¿qué es un campesino
paraguayo?

En la sociedad paraguaya el campesino es una realidad cercana y distante, conocida y enigmática a la vez. Las opiniones sobre lo que es, de dónde viene y a dónde va, no parecen ser las más objetivas. ¿Pueden ayudar algunos datos históricos que acerquen el pasado al presente?

Bartomeu Melià, s.j.
 

Marzo se ha convertido el mes de la manifestación campesina; algo hay en ella de procesión y de marcha, que la ciudadanía acompaña con devoción y con aprensión. Desde hace unos años, con puntualidad ritual, los campesinos vienen a la ciudad a exponer sus necesidades, a reclamar sus derechos, incluso a pedir un “ayudo”. Los asunceños simpatizan con ellos o los miran con indiferencia; a veces con hostilidad. Nada de extraño; muchos asunceños mantienen fuertes lazos de parentesco y de amistad con la sociedad rural; de ella procede un contingente considerable de la actual población capitalina urbana, que no olvida del todo sus raíces. 
Los campesinos, pues, vienen, se manifiestan, hablan y gritan más o menos fuerte, pero al fin se vuelven. Para el gobierno terminó la pesadilla; para la ciudadanía la curiosidad y un momento de preocupación. Para los más, de nuevo el olvido de la cuestión. 

En busca del campesino paraguayo

Pero al final, ¿quién es ese campesino paraguayo? Es curioso que la misma prensa no tiene clara ni siquiera su denominación; tan pronto los trata de “labriegos”, “trabajadores del campo”, “agricultores” y a una clase de ellos, “los sin-tierra”. A veces se tiene la impresión de que hay una verdad profunda —el campesino profundo— que estaría en un lugar escondido, y los campesinos tienen bien guardada la entrada a su secreto, que comparten apenas con personas de mucha confianza. Casi todo lo que se dice en la radio y en la televisión, lo que aparece en los periódicos, serían apenas palabras sin sustancia. 

En 1682, fecha del primer recuento general de la población paraguaya, el 71% de la población regional vive en los pueblos de indios y en las Reducciones. En los años finales del siglo XVIII ocurre exactamente lo contrario: el 75% de la población habita fuera de los pueblos y reducciones indígenas.

Si alguien, como yo en este caso, se interesa por saber quién es un campesino, escucha de los propios compañeros un chake de alerta como para no meterse en camisa de once varas; y de los mismos campesinos —o de quienes con ellos más intiman— siente el reproche de que para qué quiero saber.
Uno sabe, sin embargo —o cree adivinar— que el Paraguay moderno se ha configurado a partir del Paraguay rural. El Paraguay no puede, al menos por ahora y todavía, prescindir de su campesinado, para entenderse a sí mismo. 
Por otra parte, cuando se habla del campesino me llama la atención lo poco que se tiene en cuenta algunos datos históricos como si se diera por admitido que estos datos no pasan de mera curiosidad y anecdotario erudito para gente que todavía pierde tiempo leyendo libros. Lo que sería mi caso.

La ruralización del Paraguay

Uno de esos datos históricos llamativos es que el Paraguay sólo pasó a ser mayoritariamente rural a finales del siglo XVIII. Sería cuando, expulsos los jesuitas, se dispersan los guaraníes por ranchos y estancias, al mismo tiempo en que la población española del campo aumenta también demográficamente. 
“En 1682, fecha del primer recuento general de la población paraguaya, el 71% de la población regional vive en los pueblos de indios y en las Reducciones. En los años finales del siglo XVIII ocurre exactamente lo contrario: el 75% de la población habita fuera de los pueblos y reducciones indígenas. Obviamente no todos son campesinos, pero si descontamos una minoría de burócratas, altos personajes del clero, comerciantes de cierto peso y un puñado de citadinos, una abrumadora mayoría de ese porcentaje —unas 76.000 almas en 1799— esta compuesta por campesinos” (Garavaglia 1983: 353). Y seguimos leyendo: “En 1782 alrededor de las tres cuartas partes del total de la población considerada española vive en los partidos de la campaña. Estos son nuestros campesinos” (Garavaglia 1983: 354). 
Estas notas sobre el campesinado no pasan en realidad de un comentario de datos investigados y presentados por uno de los más serios estudiosos de nuestra sociedad histórica, Juan Carlos Garavaglia, especialmente en su artículo: Campesinos y soldados: dos siglos en la historia rural del Paraguay. incluido en el libro Economía, sociedad y regiones (Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1987, p. 193-260) 
El Paraguay que describen los viajeros del siglo XIX es el del campo paraguayo, en el que incluso las mayores agrupaciones humanas no pasan de humildes villorios. En el quiebre del siglo XVIII para el XIX, Félix de Azara en su Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata, de 1801, escribe: 
“Es preciso confesar que los paraguayos y correntinos campestres son unidos entre sí: que no hacen tantas muertes y robos; que son más aseados en sus ranchos, teniendo más muebles; y finalmente no son tan ladrones, borrachos y jugadores, sino conocidamente más económicos, instruidos y aplicados”. 
Para quien viajaba por el Paraguay de finales del siglo XVIII y del tiempo del Doctor Francia, el Paraguay se mostraba como una inmensa chacra por la que se dispersaban los antiguos indios de los pueblos misioneros atraídos por el discreto encanto de una vida que les parecía más libre que la de sus antiguos pueblos caídos ahora en ruinas en manos de administradores voraces y curas párrocos desorientados e impotentes.
Según los documentos nadie en esa época definía al campesino paraguayo por sus características biológicas de ser un mestizo o pertenecer a una “casta”, sino por un estilo de vida y un modo de ser, ñande reko.
El campesino es ante todo un grupo doméstico en el cual se incluyen la familia biológica, los parientes, los entenados y las personas de servicio; el patrón y el criado “comen en la misma mesa o han comido de la misma olla”. Y si han participado y si participan en la misma mesa es porque han participado en el mismo trabajo aunque según esfuerzos y roles un tanto diferenciados, naturalmente más duros para el agregado y el peón que para el patrón y dueño de casa. 
Las personas o “almas” de los grupos domésticos alcanzaba una media entre 6,04 en La Cordillera y 6,70 en Pirayú. 
Algunos de los censos de la época, que Garavaglia ha desempolvado de nuestro archivo Nacional de Asunción muestran como dato curioso que en muchos grupos domésticos la jefe de familia es una mujer. En el valle de Pirayú, por ejemplo, el 18,6% de los arrendatarios, es decir que ocupan tierras que no les son propias, son mujeres. De estas un alto número aparecen como “viudas”, que pueden serlo porque sus maridos han muerto defendiendo la frontera o simplemente se han ausentado para nunca más volver.
La imagen de mujeres que se reúnen para las moliendas de la caña de azúcar; van y vienen del mercado; elaboran y venden chipá o cargan naranjas destinadas a otros puertos; que están, en fin, en sus “negocios”, es una verdad histórica que va más allá del mero cuadro folklórico.

En el campo sin ser campesinos

La vida rural del Paraguay, sin embargo, no está formada solo por campesinos. En ella se incrustan, dominándola otros personajes. Y aquí es necesario hacer un poco de historia. Después de un periodo de expansión conquistadora la sociedad española del Paraguay se había replegado sobre sí misma ocupando apenas las tierras aledañas de Asunción. Los indígenas del Chaco hacían frecuentes y atrevidas incursiones sobre las tierras ocupadas por los españoles. Para ello fue necesario crear “presidios y fuertes” en la frontera. A estos presidios estaban obligados a ir por su cuenta y riesgo los campesinos, la mayoría de ellos españoles pobres que cuentan apenas con un par de vacas lecheras, una yunta de bueyes y algunos pocos caballos. Son, pues campesinos “soldados”, dependientes de hecho del sargento mayor o capitán de los fortines cercanos a sus casas. Son estos oficiales los que recibirán el título de Don. 

Los Don, los Karai son los que consiguieron ruralizar el Paraguay y volverlo menos “civilizado”. Son estos los propietarios de la tierra, pero al mismo tiempo los dignatarios y los privilegiados

Poco a poco también aparecía una clase de campesino, menos numerosa, pero también significativa que era el pobre.
El valle de Pirayú se puede tomar como referencia ejemplar. El 15% de las cabezas de la unidad domésticas recibe el título de Don. Pero junto al Don, aparece ya otra categoría representa el 23% y que curiosamente empieza a ser mal vista por sus vecinos: “familias sumamente pobres, haraganes y otros motivos sospechosos que contradicen el buen vivir”. El campesino medio, ni rico ni pobre, forma de todos modos la mayoría con el 62%. 
En la zona del Tebicuary, que abarcaba las localidades de Carapeguá, Quindy, Ybycui las cifras eran casi las mismas: menos Don, (13%), más pobres (25%), entre los cuales hay que situar los mulatos independientes, que sin embargo no son los más pobres; y el campesinado medio en la misma proporción de 62%. Es en esa zona donde se instalan las estancias más seguras, protegidas por la retaguardia de Paraguarí y contando hacia el este con los antiguos pueblos de Misiones, que poco a poco se vuelven también estancieros.
Estas estadísticas de 1714-1721, de dos regiones que se convertirán en referencias tradicionales del Paraguay rural, analizadas en detalle, como las presenta Garavaglia en un gráfico, apuntan ya al hecho de que a la mayor concentración del latifundio le corresponde un aumento de pobreza.

La marcha hacia el norte

A finales del siglo XVIII se estaba avanzando hacia el norte. Eran los oficiales militares que se servían de los soldados, de sus campesinos —de los Vagos sin tierra, según oportuno y significativo título de la novela de Renée Ferrer (Asunción, Expolibro, 1999). narración construida con personajes de esa época— para ampliar la conquista y ganarles tierras a los indígenas. Ahora bien, quien sostenía sobre sus hombros esa expansión era el campesino más pobre. 
De ello se dio perfecta cuenta el jesuita P. Martín Dobrizhoffer cuando escribía: “el peso de las molestias de la guerra se reparte sólo sobre los pobres, pero a los ricos y a los nobles se les deja en sus casas y negocio” (citado por Gareavaglia 1987, p. 229). 

“El campesino no se enfrenta con un explotador evidente (excepto en el caso de la explotación y de la usura). ¿Cuál es el enemigo de clase responsable de desvalorización de su trabajo? Esta situación torna menos comprensible su miseria”.

Lógica e ironía de esos movimientos: a medida que la línea fronteriza fue avanzando, las nuevas tierras se fueron convirtiendo mayormente en estancias y sólo secundariamente en chacras. Los ganaderos lucraban, los campesinos se empobrecían.
Creo que estos datos que estoy entresacando del artículo de Garavaglia, provocarán en el lector resonancias, como las han suscitado en mí, bastante significativas a la hora de querer entender características y circunstancias del campesinado.

Karai y gente rei

Quiero insistir sobre un aspecto que veo poco reflejado en los estudios más modernos sobre el campesinado paraguayo y que me parece muy relevante. Me refiero a su relación de soldado respecto a los oficiales militares. No es propiamente la dialéctica entre el señor y el esclavo; lo que produce otro tipo de dialéctica que es la del Estado y la sociedad. 
Por caminos aberrantes el Estado se reproduce casi exclusivamente a través de los Don, los Karai, que son los que consiguieron ruralizar el Paraguay y volverlo menos “civilizado”. Son estos los propietarios de la tierra, pero al mismo tiempo los dignatarios y los privilegiados. 
El drama consiste en que ese campesino, español empobrecido —gente rei, como la definía el Dr. Rafael Eladio Velázquez, con buen conocimiento de la documentación histórica— no amaga ni siquiera una rebelión contra el sistema que le oprime, ni mucho menos una revolución, sino que aspira más bien a participar de él, mediante el acceso a una tierra propia en la que no solamente cultivar sino también ser ganadero, a la manera de un Don, un Karai. Su connivencia con los Comuneros —la Asociación Rural de Paraguay de aquel tiempo— da mucho que pensar. Lo que más le mueve en su participación en la guerra contra los pueblos jesuíticos es la posibilidad de hacerse con algunos indios de servicio, como cualquier otro encomendero. 
El campesinado paraguayo sería el resultado de una relación típicamente colonial. En su origen y desarrollo es un español, social y culturalmente hablando. Es por ello por lo que la clave de interpretación probablemente hay que buscarla en su relación con el Estado y los gobiernos de turno de quienes espera protección y subsidios, sin jamás discutirlos a fondo. 
Hoy en día hay grupos de campesinos que todavía se embarcan en proyectos reaccionarios de cuño neo-liberal y apoyan causas políticas profundamente anticampesinas. 
Lo curioso del caso es que los propietarios y los gobernantes cada vez miraban con mayor recelo y sospecha a esos sectores populares, que les parecen gente que quiere “vivir sin trabajar” y que gozan de “excesiva libertad” (Garavaglia 1987: 242-44).
El estudio de Garavaglia trae datos que muestran que el campesino produce cada vez más, pero los precios de lo que vende caen sistemáticamente. Son ellos quienes no sólo se abastecen a sí mismos y acuden a su subsistencia, sino que son responsables en ese final del siglo XVIII por el 25% de las exportaciones paraguayas hacia Buenos Aires. 
En realidad el campesino derrocha trabajo, pero tiene una imposibilidad casi total de acumular. Su drama es que su pobreza está causada por el “sistema”, palabra que al final no dice nada; se puede saber qué es el sistema , pero, ¿quién es el sistema? “El campesino no se enfrenta con un explotador evidente (excepto en el caso de la explotación y de la usura). ¿Cuál es el enemigo de clase responsable de desvalorización de su trabajo? Esta situación torna menos comprensible su miseria” (M. Margulis, Contradicciones en la estructura agraria y transferencias de valor, México, 1979, p. 49).
La conclusión de Juan Carlos Garavalia (1987, p. 250) en este artículo sigue teniendo una gran actualidad: “La paradoja del campesinado paraguayo podría ser anunciada así: la unidad económica campesina es dominante en el marco de esta formación social, dado que la riqueza producida en ella sería impensable sin la existencia del campesinado, pero esa peculiar dominancia, lejos de constituirse en predominio, se disuelve, por efecto de su propia lógica, en una realidad de subordinación, marginación y pobreza”. 

El 15% de las cabezas de la unidad domésticas recibe el título de Don. Pero junto al Don, aparece ya otra categoría representa el 23% y que curiosamente empieza a ser mal vista por sus vecinos: “familias sumamente pobres, haraganes y otros motivos sospechosos que contradicen el buen vivir”. El campesino medio, ni rico ni pobre, forma de todos modos la mayoría con el 62%. 

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