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...Desarrollo y Cultura

El indiscutible fracaso de los modelos de desarrollo que ha vivido América Latina obliga a nuevas búsquedas. El único camino que parece va a conducir a algo positivo es el de la cultura. El desafío consiste en no repetir simplemente el pasado sino en echar raíces en él para inventar algo nuevo.

Oscar L. Martín ,s.j.
En la década de los ochenta América Latina (AL) se vio envuelta en un doble proceso. Por un lado vivió un cambio global hacia sistemas políticos de democracia formal. Al mismo tiempo, la región fue afectada por la mayor crisis económica de su historia. Aunque hay matices por discutir, es comúnmente aceptado por la mayoría de analistas sociales que esta crisis fue efecto de las políticas económicas de industrialización en sustitución de importaciones promovidas en el Continente a partir de los años 30. Estas políticas, aparte de la fuerte intervención e iniciativa del Estado, llevaban también incorporadas medidas proteccionistas del mercado interno. Por distintas razones, como la creciente ineficiencia productiva, el colapso de los precios de las materias primas, el alza de las tasas de interés, etc., el agotamiento de este modelo tuvo lugar hacia los años 70.
.1. DESARROLLO Y COSTO SOCIAL
Presionados por las grandes instituciones monetarias internaciones: FMI, Banco Mundial, GATT, etc., los diferentes países latinoamericanos fueron implementando austeros programas de consumo interno, recortes de las prestaciones sociales (salud, educación, etc.) destinados, según se decía, a estabilizar la economía. Estas medidas la mayoría de las veces se ensañaron con las clases medias-bajas y con los pobres. Esta realidad es lo que cínicamente se ha venido denominando en el argot de muchos políticos como “el costo social” de las medidas del ajuste y estabilización económica. Parte importante de estas políticas comúnmente denominadas ‘neoliberales’ o ‘neoliberalismo económico’ han sido las privatizaciones de los bienes del Estado, la desregulación de los mercados y flexibilización.
El impacto en la región es evidente. Entre l985-95 creció la proporción de pobres y también los pobres se hicieron más pobres. Según cifras de la CEPAL el 45,9% del Subcontinente está bajo la línea de la pobreza. Según la misma CEPAL, el 60% de estos reside en zonas urbanas donde el impacto es todavía más severo . Asimetría, exclusión social, marginación en los diferentes ámbitos social, cultural, político, económico, etc., están más enraizados que nunca. La censantía, el desarrollo desmesurado del trabajo informal, la violencia, el narcotráfico, el retorno de enfermedades anteriormente erradicadas, etc., son algunas de sus secuelas más visibles. El neoliberalismo ha consagrado en el Continente la  “sociedad de los dos tercios” . En esta sociedad neoliberal el 35 por ciento de los ciudadanos sencillamente sobra. Es más, por el impacto que ha tenido en nuestros países, pareciera que la cifra del 35 por ciento aún se queda corta. Esta realidad  ha llegado a tal punto que marginalidad y pobreza aparecen ya para algunos grupos como manifestaciones “normales”, como una cuestión que tiene que ser así de hecho.
Pero esta situación de empobrecimiento progresivo, de segmentación de nuestras sociedades, de malnutrición de millones de personas no es problema  sólo de AL. También en los países industrializados la brecha entre ricos y pobres ha ido haciéndose sentir más y más. De ahí que el interrogante por el desarrollo, por el tipo de progreso que deseamos o que conviene para nuestras sociedades, tanto latinoamericanas como del resto del planeta, surja de nuevo con renovada fuerza. La reflexión sobre este tema se hace más urgente si cabe, a partir de la tormenta económica mundial desatada con la crisis financiera de los países asiáticos desde julio del año pasado. Su extensión  posterior a Rusia y la amenaza sobre AL, Japón y el mismo Estados Unidos comienza a cuestionar las raíces mismas del liberalismo económico. 
Lo que hace más dramática esta realidad es que la reacción no está siendo la apertura al diálogo y a un cuestionamiento acerca del tipo de desarrollo que propugna el modelo económico imperante. Todo lo contrario: éste último vuelve a arremeter con renovada virulencia. En la actualidad, lo mismo que ha pasado casi ininterrumpidamente en los 25 años anteriores, el Continente vuelve a ser asolado con nuevos ajustes y recortes presupuestarios en el ámbito social, que parecen no tener fin. Y los pobres cada vez más empobrecidos siguen cargando con el sacrificio que requeriría la ansiada “salud económica” (descompuesta no precisamente por  éstos). Los artífices de estas políticas siguen siendo hoy igual que ayer las instituciones monetarias internacionales en connivencia con los gobiernos nacionales.
 2. La necesidad de replantearnos la noción de ‘desarrollo’
Las diferentes estrategias de desarrollo en la historia de la región nos revela que, de una u otra manera, todas se han asentado en un triple objetivo que durante muchos años parecía interrelacionado de forma necesaria: el crecimiento material pasaba por la modernización, lo que, a su vez, presuponía la imitación de Occidente. Por otra parte, el desarrollo se concebía como un proceso continuo en el que se podían distinguir diversas etapas. De esta manera resultaba posible establecer una jerarquía de los países según su nivel de desarrollo: primer, segundo y tercer mundo. Se trataba de una concepción del desarrollo centrado preponderantemente en lo material.
Lo que ha pasado en muchos de nuestros países es que, sin tener en cuenta otro tipo de consideraciones, se ha tendido a reproducir el modelo occidental sin considerar su aplastante supremacía científica y tecnológica  y sin poner en duda la  conveniencia de tal sistema en los países del Tercer Mundo. 
En mi opinión, tal como señalaba anteriormente, la realidad sociopolítica en que nos vemos insertos, el dramatismo de la situación latinoamericana y las oscuras perspectivas de futuro para las mayorías empobrecidas del Continente hace necesario un replanteamiento de raíz de la noción de ‘desarrollo’. En este replanteamiento a fondo la dimensión cultural debería tomar una nueva centralidad.
Desde una perspectiva cultural, el énfasis en la noción de ‘desarrollo’ estaría en verlo como un proceso y no tanto como una situación estable que se trata de alcanzar, en donde lo prioritario es llegar a un cierto nivel de renta o bienestar económico. Estaría, más bien, en relación al aumento de la capacidad de acción de la sociedad sobre sí misma.
Se trataría de una noción de ‘desarrollo’ con perspectiva cultural que incluya procesos morales, sociales, políticos y económicos; ‘desarrollo’ como un proceso complejo y continuo de transformación durable de las estructuras políticas, administrativas, jurídicas, económicas, sociales de la cultura; de las estructuras mentales y de las consecuentes visiones del mundo, de las relaciones interpersonales e intergrupales, de forma que vayan encontrándose cada vez más liberadas del espíritu de dominación y más marcadas por el espíritu de hermandad, de igualdad, de justicia para todos, de interdependencia y de cooperación .
Hacer operativa esta aproximación  significa realizar el esfuerzo de distinguir entre crecimiento y desarrollo. Aunque la diferencia parece clara a nivel teórico, cuando llega el momento de la aplicación suele haber problemas de confusión de ambos. Es sugerente la distinción que hace José Juan Romero: “crecer, afirma, significa aumento de tamaño mediante la asimilación o acumulación de materiales; por el contrario, ‘desarrollarse’ significa expandir o utilizar la capacidad potencial para alcanzar un estado más completo, mayor y mejor” . 
Esta distinción da pie para poner en cuestión la afirmación casi unánime acerca de la irreductible necesidad de crecimiento económico para que se dé también el desarrollo. Esto habla, dicho con otras palabras, de la necesidad de ahondar en un  proyecto de sociedad vinculado a los valores culturales propios de los distintos contextos, al desarrollo de las potencialidades personales, al cultivo y puesta en praxis de la hermandad y la solidaridad entre los pueblos.
El desafío de sumergirse en semejante concepción de desarrollo alcanza, en mayor o menor medida, a todos los países. Es difícilmente concebible en nuestros días una cultura que pueda aislarse por completo del entorno de la sociedad moderna industrializada, que por todas partes recrea y multiplica su impacto. Es más, podría afirmarse que cualquier pueblo o cultura para poder sobrevivir en estos tiempos necesita una permanente adaptación a las continuas novedades que le salen al paso. Resulta anacrónico e inútil plantearse la cuestión de los logros de la modernidad como una opción a la que se podría renunciar. Es preciso, para el beneficio de la dinámica cultural misma, tal adaptabilidad para un mundo cada vez más interrelacionado entre sí.
Por otra parte, ante estas mismas condiciones de alienación en que vive gran parte de nuestra región, es importante que las culturas recurran al pasado, no para encerrarse en él en una resistencia absurda, sino para inspirarse en una tradición que debe ayudarles a reconstruir su identidad en un nuevo entorno. El desafío consiste en no repetir simplemente el pasado sino en echar raíces en él para inventar algo nuevo.
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